recepcionista canceló la suite presidencial del CEO y él se enamoró de ella. Antes de comenzar, cuéntanos desde qué país estás viendo este video. Disfruta la historia. Mara Solís no era la gerente, ni la encargada, ni la más experimentada del equipo, pero bastaba verlas 5 minutos para entender que si algo funcionaba en el hotel, probablemente era gracias a ella.
Tenía 26 años, cabello recogido con un lápiz que usaba más para anotar ideas que para peinarse, una libreta llena de dibujos improvisados y un marcador colgando del gafete que parecía su varita mágica. Era recepcionista temporal en el aurea grande de Punta Cana.
Desde que había llegado por recomendación de una amiga de una amiga que conocía al jefe de mantenimiento, se convirtió en pieza clave sin que nadie lo notara del todo. Su humor, tan ligero como sus pasos, la hacía invisible para los problemas hasta que se equivocó. “Nombre del huésped”, preguntó aún sin mirar al hombre que tenía frente a ella, “Ferrera, Alejandro Ferrer, con doble o con h intercalada. bromeó mientras tecleaba. Aquí tengo Ferrán, Fierro, Ferreira.
Ah, aquí está. Perfecto. Lo tengo con vista al mar y servicio personalizado. Él asintió con una expresión neutra, como quien no necesita pedir respeto porque lo lleva puesto. Le recomiendo la terraza al atardecer. Es como terapia, pero sin la cuenta al final, añadió Mara mientras imprimía la tarjeta magnética.
Alejandro tomó la llave sin decir más que un gracias. Caminó hacia el ascensor con la lentitud de quien no huye de nada. Y mientras él subía, abajo, la bomba estallaba. ¿Quién canceló la suite presidencial? Rugió Rafaela Duarte, la gerente de operaciones, con el tono de quien ha visto el titánic hundirse en cámara lenta. Mara parpadeó.
La suitque, la presidencial, a nombre de Alejandro Ferrer, el dueño del grupo, el dueño del hotel, el que viaja sin escolta ni anuncios. ¿Te suena? Ay, Doren Santa del marcador sin tinta, murmuró Mara y su cara palideció. Ese Ferrer era ese Ferrer era ese Ferrer, confirmó Rafaela con los ojos en llamas. Mara intentó una sonrisa.
Bueno, le di una habitación con buena vista. ¿No dice algo eso de mí? Dice que no duras ni hasta el almuerzo. Bramó Rafaela. ¿Quién te enseñó a operar el sistema? Gabo, y media intuición propia. Pues dile a Gabo que prepare tu carta de salida. Los turistas miraban. El pianista de lobby, como si entendiera el drama, cambió de bolero a una melodía más ligera. Mara tragó saliva.
Deme 5 minutos. Lo soluciono suplicó más por orgullo que por miedo. Tienes tres, sentenció Rafaela girándose como si tuviera capa. Mara corrió al sistema de asignaciones. Tecleó, revisó, pidió a Lucía, la ejecutiva de eventos, que la ayudara a encontrar un hueco. El software estaba lento, los apellidos se mezclaban.
La habitación presidencial ahora estaba ocupada por una delegación de cinco empresarios coreanos que ya habían pedido frutas tropicales y una almohada ortopédica cada uno. “Dios mío, esto es como jugar dominó con dinamita”, susurró Mara y siguió buscando. Entonces, como si el universo tuviera sentido del espectáculo, se escuchó un trueno profundo.
Un par de luces parpadearon y sin más anuncio, media ala del hotel se quedó sin energía. Silencio. Luego el murmullo, después el caos. Esto no puede estar pasando gritó alguien desde el fondo. Mis dispositivos, mis presentaciones. Se quejó otro. Y el ascensor. Mi jefe está dentro. Chilló una voz.
Mara no pensó, se puso de pie en el mostrador, levantó las manos y dijo, “Tranquilos, esto es solo el hotel tomándose una siesta breve. En 3 minutos estamos otra vez brillando. Mientras tanto, si me siguen la voz, nos organizamos mejor que un desfile de carnaval.” Dabo apareció como si lo hubiera invocado. “Tengo linternas y velas”, anunció con solemnidad. Perfecto. Tú eres mi estrella, Gabo.
Mara tomó el carrito de equipaje. Este será ahora nuestra mesa de registro móvil. ¿Sabes cubrirlo con un mantel sin que parezca picnic? Dale 3 minutos, dijo Gabo, ya desenrollando tela blanca. Lucía llegó con cara de susto. Tenemos dos grupos llegando al salón Coral y otro al Arimar.
Sin luz, sin señal, sin equipo de sonido. ¿Qué hacemos? Usamos marcadores, señas y mucho carisma, respondió Mara, ya sacando su libreta. Tú con los internacionales, yo con los de habla hispana. Y si todo falla, pues hago mímica. Lucía no supo si reír o llorar, prefirió reír. En medio del desorden, Mara empezó a brillar.
Hacía listas a mano, anotaba apellidos difíciles con dibujos para recordarlos, entregaba velas con instrucciones. No quemarse los dedos es parte del paquete y traducía frases básicas para los huéspedes desorientados. Nadie sabía que hablaba idiomas. Ella tampoco lo alardeaba. Solo los usaba como quien respira sin pensarlo. Desde una esquina, Alejandro Ferrer lo observaba. No había dicho aún que era el dueño, no había pedido explicaciones.
Solo miraba a la joven de cabello en moño torcido, que repartía órdenes con voz dulce y chistes, como si liderar un hotel a oscuras fuera su pasatiempo favorito. Y sonrió, porque cuando todo parecía fuera de lugar, ella era la única que no perdía el ritmo. Aunque había confundido su nombre, aunque lo había mandado a una habitación equivocada, aunque no tenía ni idea de con quién hablaba todavía.
La luz seguía sin volver en medio lobby, pero nadie estaba gritando, nadie lloraba, nadie había perdido la fe en la civilización y todo gracias a una recepcionista con un carrito de equipaje, un mantel mal planchado y una libreta llena de dibujos. Mara, con su marcador siempre colgando del gafete dibujaba carteles improvisados.
Salarimar, coral igual a cumbre, no pes y uno que decía sonría es gratis con un sol sonriente en la esquina. En lugar de quejarse, los huéspedes empezaban a tomarse fotos con sus avisos. Algunos hasta le pedían copia. ¿Dónde aprendiste a organizar cosas así?, le preguntó Gabo mientras le pasaba una linterna y unas botellas de agua.
De chica organizaba las fiestas en mi barrio. Yo armaba el bingo, la piñata y hasta los carteles del baño. Respondió con una sonrisa. Y una vez coordiné un bautizo con apagón incluido. Terminé cantando los nombres de los padrinos porque nadie los escuchaba. Me caes bien, Mara. Aunque nos echen, me caes bien.
No digas eso, que si nos echan, yo me llevo este mantel. Es mi mejor obra de arte. Ambos rieron. El ambiente, aunque a media luz, tenía algo de cálido. La gente había dejado de quejarse. Incluso algunos empresarios se ofrecían a ayudar a mover sillas o repartir botellas. Y todo sin que nadie supiera cómo, era gracias a esa chica con voz de animadora y cara de yo puedo con esto y más.
En el salón coral, los ponentes internacionales empezaban a llegar. Unos hablaban francés, otros alemán. Uno pedía algo en portugués y otro, confundido, intentaba en italiano. Lucía estaba al borde de un ataque de pánico. Mara, necesito que me ayudes con los grupos. Nadie entiende a nadie. Tú puedes. ¿Puedo qué? No sé. ¿Tú hablas francés? Mara ladeó la cabeza pensativa.
No quería confesarlo todavía. No era por miedo, sino porque cada vez que decía que hablaba idiomas, alguien terminaba dándole el triple de trabajo sin el triple de sueldo. No, pero los entiendo cuando están enojados. Gritan igual que mi exjefe de cocina. No es chiste, Mara. Esto se puede salir de control.
Tranquila, yo me encargo de calmar el ambiente. Tú solo consigue que las luces no exploten cuando vuelvan. Mientras Lucía se alejaba murmurando cosas ininteligibles al audífono, Mara se acercó a los ponentes con su libreta en mano. Le sonrió, les ofreció agua y soltó un par de frases en voz baja, lo justo para que se tranquilizaran.
Nadie supo qué dijo, solo que de pronto todos asintieron y se sentaron con menos cara de guerra. Desde el fondo del salón, Alejandro la observaba. De pie, recargado en una columna, parecía más un huésped con paciencia infinita que el dueño de todo ese enredo. Y sin embargo, no perdía detalle. Vio como Mara consolaba a una señora que lloraba porque su cámara no cargaba, como inventaba canciones tontas con el pianista, cómo se reía cuando una niña le regaló una flor de papel y cómo, sin hacer ruido, lograba lo que los manuales no enseñaban, que la gente confiara en ella. Eres una rareza, dijo en voz baja, sin
dirigirse a nadie, y luego sonrió como si eso fuera un cumplido. Rafaela apareció en ese momento como una tormenta sin nube. “La famosilla de internet está grabando todo,”, anunció. “Ya subió una historia diciendo que estamos improvisando porque no tenemos control. Si esto sale mal, todos los directivos nos van a crucificar.
¿Y si sale bien? Preguntó Mara todavía dibujando un cartel que decía café en 5 minutos. Esperanza líquida. No va a salir bien si no vuelven las luces y el sistema de traducción. ¿Sabes algo de eso? Solo que si apretamos muchos botones, algo explota. Pero Gabo está viendo si se puede hacer magia con las conexiones. ¿Y tú qué haces dibujando? Estoy salvando la moral del equipo.
¿Quiere uno? Tengo frases motivacionales listas. Rafaela le arrebató el cartel. Te doy 10 minutos, Mara. Si no funciona nada, me veré obligada a suspender la sesión inaugural y eso será tu responsabilidad. Mara la vio alejarse con el gesto serio. Tragó saliva y miró su libreta.
Luego a los ponentes, luego al proyector muerto y las sillas desordenadas. Bueno, Mara, se dijo a sí misma, si esto es el fin, que al menos sea un final con estilo. Alejandro se le acercó por primera vez desde la confusión de la mañana. ¿Puedo ayudar en algo?, preguntó suave. Ella levantó la vista, lo miró con una ceja arqueada. ¿Usted es electricista, técnico, mago? No, pero soy bueno cargando sillas.
Entonces, bienvenido al club de los imprescindibles. Pase usted al lado práctico de la vida. Alejandro rió y por un instante Mara notó que no tenía risa de huésped. Tenía risa de alguien que no está de paso. “¿Cómo te llamas?”, preguntó él mientras tomaba una silla. Mara. ¿Y usted? Alejandro. Alejandro. Ella lo pensó un segundo. No sé por qué, pero me suena familiar.
A veces pasa. Hay muchos Alajandros en el mundo. Sí, pero pocos que sonríen cuando todo se está cayendo y menos que reparten sillas con estilo. Ambos rieron. El salón, aunque aún sin luz, parecía más humano, más posible, más bonito. En ese momento, la famosilla de internet pasó cerca grabando. Y aquí tenemos a los empleados del hotel solucionando con dibujitos, dijo con tono burlón.
Es esto profesionalismo o puro teatro. Mara, sin perder la compostura, se giró hacia la cámara. Buenas tardes. Si estás viendo esto y te ríes, al menos que sea porque seguimos funcionando. Con luz, sin luz, pero con actitud. Te invito un café cuando vuelva a la corriente. La famosilla de internet hizo una mueca y se fue.
Alejandro se aguantó la risa. Siempre respondes con humor, ¿no? A veces con bailes, pero solo cuando me lo piden por escrito. Y otra vez, ambos rieron. Fuera del hotel, el cielo comenzaba a aclararse. Las nubes se alejaban como arrepentidas. Adentro el caos era menos caos. Y aunque nadie lo decía en voz alta, el centro de todo era ella.
Mara, con su voz dulce, sus frases locas y su libretita de emergencia, estaba sosteniendo la cumbre con más éxito que cualquier directivo. Lo que aún no sabía era que su talento oculto estaba a punto de ponerse a prueba, ni que aquel hombre que cargaba sillas a su lado era el dueño de todo. Pero para eso aún faltaba una chispa, una falla más, una oportunidad disfrazada de desastre.
La electricidad volvió como vuelven los novios arrepentidos, intermitente, tímida y tarde. Primero un zumbido, luego unas luces titilando como luciérnagas nerviosas y finalmente una oleada de murmullos, aplausos dispersos y, por fin colectivos. “Tenemos corriente”, gritó Gabo con los brazos alzados y un foco en la frente como si fuera explorador. “Y creo que también café.
” Mara, sin dejar de anotar en su libreta, alzó la vista con una sonrisa. Gabo, eres el héroe de la tarde. Héroe no. Milagro eléctrico con piernas. Los invitados comenzaron a volver a sus lugares. El pianista improvisó una versión suave de la marcha triunfal y algunos empleados chocaron los puños al pasar.
Había ambiente de victoria, pequeña, parcial, pero sabrosa. Rafaela llegó a paso rápido con el rostro tenso. Mara, ya está todo listo para iniciar la sesión inaugural. Pero bajó la voz, el sistema de traducción no se reinició y el técnico no contesta, intentaron reiniciar manual. Sí, no hay respuesta. Las cabinas no emiten audio y los intérpretes no pueden transmitir.
Si los ponentes internacionales no pueden ser entendidos, esto se convierte en un escándalo. Mara guardó su marcador en el bolsillo. ¿Y nadie habla los idiomas? ¿No? ¿Y tú? Preguntó Rafaela con tono más sarcástico que esperanzado. No, claro que no. Yo apenas y me entiendo conmigo misma, respondió Mara. mientras se mordía el labio con expresión indecisa.
Rafael achassqueó la lengua y se fue. Lucía llegó corriendo con dos carpetas. “Necesitamos alguien que hable francés o al menos que lo finja con gracia”, dijo Entre jadeos. Y alguien que pueda interpretar desde el español al inglés, aunque sea con gestos. Mara hizo como que no oía, pero entonces uno de los ponentes alemanes se acercó serio y le habló en tono bajo con una pregunta.
Nadie entendió nada. Nadie excepto Mara. Enchigungun empezó a responder ella sin darse cuenta y de inmediato se tapó la boca. Lucía parpadeó. ¿Tú hablas alemán? No, bueno, sí, pero poquito, o sea, lo suficiente para no causar una guerra diplomática. Y francés. Oui, ¿y por qué nunca lo dijiste? Porque cuando dices que hablas idiomas te hacen traducir menús, discutir con proveedores italianos y consolar turistas perdidos en cinco acentos.
Prefiero dibujar mapas con gaviotas felices. Lucía la tomó del brazo. Pues gaviotas o no te necesitamos ahora. Y antes de que pudiera negarse, Mara estaba ya en la cabina de traducción, ajustándose un audífono con una mano y una botella de agua en la otra. Gabo le pasó una libreta nueva por debajo del cristal.
“Para tus jeroglíficos”, le dijo con una sonrisa. “O tus hechizos en varios idiomas. Gracias, Gabo. Si esto falla, que me recuerden con cariño. El evento comenzó. Primer ponente, francés. Mara escuchó, respiró hondo y empezó a traducir, no palabra por palabra, sino con el corazón en la boca y el oído entrenado por años de trabajar con turistas y jefes de todo tipo. Buenas tardes.
Lo que el Señor quiere decir es que no hay innovación sin riesgo y que a veces hay que equivocarse para llegar al acierto, pausa breve. Como alguien que cancela la suite presidencial por accidente y luego organiza el mejor caos de su vida. ¿Cierto? En la sala, varios asistentes rieron sin saber que la voz que salía por el audífono no era oficial, pero sí certera.
Segundo ponente italiano. El caballero asegura que la clave está en la armonía del equipo como una orquesta sin director, lo cual explica por qué hoy, pese al apagón, nadie se golpeó con las sillas. Bravo. Tercero. Inglés, pero con acento indescifrable. Mara lo interpretó como pudo. Dice que valora el esfuerzo del personal, especialmente la chica del gafete azul que organiza mejor que su secretaria. No lo dijo así, pero lo pensó. Se le notó en los ojos.
Alejandro desde la fila trasera la escuchaba con atención. Reconocía su voz, su ritmo, sus bromas escondidas. No podía creerlo. Mara hablaba todo eso y lo hacía con naturalidad, sin orgullo ni postureo. Era como si lo hubiera guardado solo para cuando de verdad hiciera falta. “¿Cómo no vi esto antes?”, susurró sin dejar de mirarla tras el cristal de la cabina.
Rafaela, en cambio, observaba con mezcla de asombro y culpa. La chica que iba a despedir había salvado el evento y no con robots ni protocolos, sino con humor, oído agudo y corazón grande. Cuando terminó la sesión, los asistentes aplaudieron. No por los ponentes, ni por las luces recién recuperadas, ni por el aire acondicionado vuelto a la vida.
Aplaudían porque habían entendido, porque alguien les había hablado en su idioma. Y esa persona se llamaba Mara. Ella salió de la cabina con cara de susto. Eso fue real. No me desmayé. Fuiste perfecta, le dijo Lucía con una sonrisa que parecía vacuna contra el estrés. Gabo le trajo una botella de agua y un pastelito. Recompensa de héroe sin capa.
Y entonces apareció él. Alejandro. Mara, dijo con su voz suave, pero con algo distinto, un tono más serio. Sí, ella apenas podía sostener el pastel. ¿Desde cuándo habla cinco idiomas? Desde que me sobran palabras y me faltan instrucciones. ¿Y por qué no lo dijiste? Porque no quería que nadie esperara milagros. Yo solo quería que me dejaran hacer mi trabajo y dibujar mapas con gaviotas.
Alejandro rió, pero esta vez sin exagerar. Te has ganado más que una gaviota, un tucán, una invitación para hablar con calma. Mara lo miró con sospecha amable. Y si resulta que también soy experta en rechazar invitaciones misteriosas, entonces te invito con claridad. Vamos a caminar. Tengo que confesarte algo. Ella frunció el seño.
No me diga que también habla alemán. No, pero sí hablo sinceridad. Y antes de que pudiera responder, él se giró hacia el pasillo. Mara lo siguió con una mezcla de susto, curiosidad y ese humor que no se le iba ni con sudor frío. Caminar con usted implica cargar sillas otra vez porque vengo con tacones prestados.
No, esta vez tú solo traduces lo que veas y yo lo que siento. Caminaron por un pasillo lateral que daba a la terraza principal. El sol ya empezaba a esconderse detrás de las palmeras, tiñiendo el cielo de naranja suave y reflejando destellos dorados en la piscina. La brisa soplaba con olor a Mar y a algo parecido a paz.
Mara se recogió un poco el cabello que desde el mediodía había decidido independizarse. Le advierto que no tengo cara de cita elegante ni tacones firmes. Si me caigo, que quede como acto voluntario. Alejandro sonrió sin decir nada. Caminaba junto a ella sin prisa, como si cada paso tuviera que acomodarse al ritmo de su voz.
“¿Sabes que mucha gente me preguntó si eras actriz? Por lo de la traducción improvisada, por lo de la naturalidad, porque hacías parecer que todo estaba bajo control cuando no lo estaba en absoluto. Ah, eso sí, soy excelente para parecer que sé lo que hago, sobre todo cuando no tengo la menor idea. Ambos rieron.
Pasaron junto a una fuente pequeña donde unas luces subacuáticas pintaban sombras en el agua. Alejandro se detuvo. Mara, quiero que sepas que esta tarde fue importante para todos y sobre todo para mí. Ella lo miró de reojo. Eso es un cumplido o una introducción dramática. Es la antesala a una confesión de las que acaban bien o de las que dan ganas de lanzarse a la piscina.
Eso depende de qué tan alto esté el trampolín. Mara cruzó los brazos divertida. suelte lo que tenga que soltar. Ya sobreviví a un apagón, a una suite cancelada y a una famosilla de internet en modo drama. Alejandro respiró hondo. No vine al hotel como huésped, vine como propietario.
Ella lo miró en silencio durante un segundo. ¿Cómo qué? Soy Alejandro Ferrer, dueño del grupo Ferrer. El hotel es mío. El silencio que siguió fue tan largo que un pájaro cruzó volando por encima de ellos sin atreverse a cantar. Espere, usted es ese Ferrer, el del piso ejecutivo, los informes anuales y la habitación presidencial. Ese mismo.
Y me dejó asignarle una habitación cualquiera como si nada. Sí, porque quise ver cómo resolvías el caos sin saber quién te estaba mirando. Mara se llevó las manos a la cara. Dios mío. Cancelé la suite del dueño del hotel y lo mandé con vista al jardín. Una vista excelente, por cierto. Y le ofrecí limonada en un vaso plástico, refrescante y con buen humor, y lo puse a cargar sillas. Nunca lo hice con tanto gusto.
Mara se dio media vuelta riendo con vergüenza. Alejandro se le acercó tranquilo. ¿Te molesta que no te lo haya dicho? No. Me molesta que haya gente que cree que eso fue un error. Lo que hicimos hoy fue salvar un desastre con dibujos, linternas y chistes malos. Si usted necesitaba pruebas, ahí las tiene. Y las tengo. Mara lo miró.
Él estaba tan sereno como siempre, pero sus ojos tenían otra luz. ¿Y ahora qué? ¿Me van a despedir con honores o me van a contratar como jefa de emergencias con marcador incluido? Quiero ofrecerte algo más que eso. Un programa de formación en coordinación de eventos y una plaza fija en el hotel para que dejes de ser la temporal que lo arregla todo y seas la oficial que dirige lo imposible.
Mara lo miró sin saber si reír, llorar o correr por más limonada. Y puedo seguir dibujando gaviotas obligatoriamente. ¿Y puedo responder a los problemas con chistes? Mientras funcionen y puedo decirle a los turistas que hablo siete idiomas solo cuando me conviene. Eso ya es tradición. Ambos rieron. Se sentaron en un banco de piedra frente al mar.
El silencio que se instaló esta vez era distinto, cómodo, cálido, como si no hiciera falta llenar el espacio con palabras. ¿Y usted qué gana con todo esto?, preguntó Mara girando apenas el rostro. Gano saber que tengo en el equipo a alguien que puede salvar un hotel con un marcador y media batería de linterna.
También tengo cinta adhesiva por si quiere arreglar el aire de los ascensores y una receta para que una historia empiece sin darse cuenta. Mara lo miró fijo. Historia como de cuento o como de ay, esto se puso serio. Como de ay, esto me importa. Un silencio más corto, una sonrisa más lenta. Entonces apareció Gabo corriendo con cara de urgencia y una toalla colgando del hombro. Mara, ven. La famosilla de internet.
La famosilla de internet está haciendo un video en vivo diciendo que el hotel la discriminó porque no la dejaron grabar en el spa. En el spa. ¿Dónde está ella ahora? En la fuente. Se metió con los pies y dice que está protestando simbólicamente. Mara suspiró. Esto es una novela, no un hotel.
se levantó, pero Alejandro la tomó de la mano. Espera, si vas a enfrentarte a otro lío, le apretó suavemente los dedos, que al menos sepas que no estás sola. Mara lo miró sorprendida. ¿Me está diciendo eso como jefe o como algo más? Alejandro sonrió sin apuro. Como alguien que te quiere ver reír incluso cuando el mundo se está cayendo.
Ella lo pensó un segundo. Bueno, entonces prepárese porque esta historia aún no ha terminado. Y si todo sale mal, miró hacia el cielo. Lo resolvemos con una canción en alemán. Tú también cantas. Solo bajo amenaza de famosilla de internet escalza. Ambos rieron. se levantaron y caminaron juntos hacia el nuevo desastre.
Lo que ninguno sabía era que esta vez el caos no iba a venir solo con teléfonos ni transmisiones en vivo, iba a venir con decisiones y con una verdad que todavía faltaba por decir. Hagamos un juego para quienes leen los comentarios. Escribe la palabra ensalada en la sección de comentarios. Solo quien llegó hasta aquí lo entenderá.
Continuemos con la historia. En la fuente central del hotel, rodeada de turistas curiosos y empleados que intentaban no mirar demasiado, la famosilla de internet transmitía en vivo mientras chapoteaba con los pies. “Esto es una protesta.” Gritaba a la cámara con una flor detrás de la oreja y cara de drama griego.
Me prohibieron grabar en el spa, me trataron como una intrusa y ahora quieren hacerme quedar como loca. Pero no me voy a callar. Este hotel no respeta a los creadores de contenido. Mara llegó caminando rápido con Gabo detrás y Alejandro a unos pasos, observando sin intervenir aún. “¿Protesta con pedicura gratis?”, preguntó Mara cruzándose de brazos.
Porque si es simbólica, mínimo que nos deje una reseña con estrellas y olor a la banda. La famosilla de internet giró hacia ella, exagerando una mueca. Ustedes me están saboteando. Yo tengo seguidores, soy alguien en internet y yo tengo marcador, cinta adhesiva y la paciencia en reserva.
¿Qué estamos comparando? La gente alrededor comenzó a reír en voz baja. Algunos grababan discretamente, otros simplemente se quedaban a ver qué pasaba. La escena parecía sacada de una obra de teatro improvisada. Yo voy a arruinar su reputación”, dijo la famosilla de internet bajando los pies del agua con dramatismo. “Ya subí un video y está explotando. Miren los comentarios.
Hay uno que dice que hotel tampoco profesional.” Mara respiró hondo. No quería entrar en el juego, pero tampoco podía dejar que la situación escalara más. “Señorita”, dijo con tono paciente. El spa tiene reglas claras sobre privacidad. No se puede grabar allí sin autorización. No fue personal.
Si quiere, mañana le damos un recorrido por las zonas públicas con acompañamiento y le regalo una toalla con estampado de palmera, que es lo más cercano a una medalla de paz que tengo. La famosilla de internet la miró como si le hubieran quitado el micrófono. Una toalla. Edición limitada. Bordada a mano por Gabo.
Yo no bordo, pero doblo bonito añadió él alzando una ceja. Alejandro disimulaba la risa en un rincón mientras Rafaela llegaba al lugar con paso firme. Mara, llamó seria. Necesito hablar contigo ahora. Si es sobre la toalla, ya fue donada”, respondió Mara sin moverse. No es sobre esto le mostró su teléfono.
El video de la famosilla de internet tenía ya miles de visualizaciones y los comentarios no eran amables. “Pésima atención, inaceptable. ¡Qué vergüenza de servicio”, leyó Rafaela con tono duro. ¿Entiendes lo que esto significa? Sí. que la gente juzga más rápido de lo que respira.
Significa que mañana los ejecutivos del grupo van a pedirme explicaciones y que necesito a alguien que asuma la responsabilidad de todo lo que pasó hoy. Mara la miró en silencio. Aunque ese alguien haya salvado la cumbre, eso no figura en los videos, solo figura esto. Alzó de nuevo el celular y tú apareces en casi todos. Alejandro dio un paso adelante. Rafaela, por favor, señor Ferrer, interrumpió ella. Sé que usted confía en su criterio, pero esto es serio.
No podemos permitir que una becaria improvisada arrastre la imagen del hotel. Ya bastante improvisó con sus idiomas y sus carteles. Mara no dijo nada, solo bajó la mirada con una media sonrisa. ¿Sabes? dijo, “Tranquila. Lo único que no improvisé fue el cariño con que hice todo.” Rafaela no respondió, solo giró y se alejó.
La famosilla de internet, satisfecha, levantó su celular de nuevo. “Gracias por apoyarme, amigos.” “La lucha sigue.” Mara giró los ojos y murmuró. Lucha es la que tengo yo con no decirte lo que pienso en todos los idiomas que manejo. Alejandro la miró con expresión preocupada. ¿Estás bien? Estoy bien. Solo me siento como un emparedado entre la fama repentina y la culpa oficial.
No dejes que esto te borre el mérito de todo lo que hiciste. Lo que hice no tiene testigos, solo tiene resultados y al parecer no son suficientes. Para mí sí lo son. Mara levantó la vista. Alejandro hablaba con sinceridad, sin tono de consuelo. Solo verdad. Pero tú no eres la opinión pública respondió ella con una sonrisa apagada.
No, pero soy el dueño del hotel y tengo una opinión. ¿Quieres oírla? Si incluye galletas o abrazos, puede decirla ahora mismo. Incluye algo mejor. Él sacó de su bolsillo un sobredoblado, se lo extendió. Mara lo abrió con cuidado. Adentro había una carta con membrete oficial. decía Mara Solís. Grupo Ferrer desea contar con su talento, carisma y visión como parte de su equipo de coordinación.
La posición es suya, la decisión está tomada. Lo demás son comentarios pasajeros. Mara parpadeó, luego levantó la vista. Incrédula. ¿Es en serio? Totalmente. Rafaela no lo sabe aún, pero la decisión no es de ella. Y si mañana me acusan de secuestrar la fuente, entonces diremos que lo hiciste con buen gusto. Ella rió emocionada. Alejandro la miró con ternura.
Gracias por confiar, dijo Mara. Pero yo necesito pensar. No por el puesto, por todo esto, por lo que pasa cuando se apagan las luces y solo quedan las cosas de verdad. ¿Quieres tiempo? Quiero una noche para respirar. Te veo mañana en la terraza. Solo si lleva café. Y si promete que no hay famosilla de internet con los pies en remojo, lo prometo.
Mara se fue despacio con la carta en la mano y un nudo dulce en el pecho. Sabía que había ganado algo grande, pero también sabía que antes de aceptarlo todo, tenía que escuchar su voz interna, esa que hablaba más idiomas que los que mostraba. la misma que decía que tal vez ese hombre de mirada serena y sonrisa honesta no solo quería contratarla, quería quedarse y por primera vez eso le dio más miedo que cualquier apagón.
La noche en Punta Cana tenía ese tipo de silencio que solo se rompe con olas y pensamientos. Mara estaba en su habitación sentada junto a la ventana con la carta del grupo Ferrer sobre la cama y un bolígrafo en la mano. No escribía nada, pero lo giraba como si de eso dependiera tomar aire. “A ver, Mara”, murmuró. Tienes una oferta que soñabas, un jefe que resulta no ser jefe, sino príncipe empresarial y un montón de videos donde luces como la reina del caos simpático.
¿Por qué sigues con miedo? La respuesta no venía fácil. Había aprendido a confiar en el instinto, en ese bichito interior que le decía cuándo correr, cuando quedarse y cuando fingir que todo estaba bien mientras usaba cinta adhesiva para salvar el día. Pero esto, esto era distinto. Al día siguiente, el lobby volvió a su ritmo elegante.
Luces perfectas, música suave, café que parecía orquestado por baristas celestiales. Nadie hablaba del apagón, nadie recordaba las linternas. Todo volvía a ser como debe ser, excepto por dos cosas. La famosilla de internet había desaparecido y Rafaela caminaba con una expresión de algo se me salió de control. Mara llegó temprano. No llevaba su libreta ni su marcador, solo una carpeta con su currículum completo, por si eso le recordaba que, pese a todo si sabía trabajar.
Lucía la encontró en recepción. ¿Te enteraste de qué? La famosilla de internet. El video fue desmontado. Resulta que ella editó partes, sacó frases de contexto y hasta armó una escena que nunca ocurrió. Alguien del equipo del spa tenía imágenes de seguridad. Ya lo subieron todo y ahora, ahora está cancelada. Literal y virtualmente, Mara respiró hondo, no por venganza, sino por alivio. Y Rafaela, Rafaela está.
Lucía miró hacia el fondo con cara de quien se tragó una galleta sin agua. En ese momento, Alejandro bajó por el ascensor panorámico. Llevaba una camisa blanca remangada y cara de que nada lo sorprendía. Buenos días, Mara. Buenos días, señor Ferrer. Volvemos al tono formal por hoy. Sí. Me ayuda a pensar mejor.
¿Ya ya pensaste? Pensé que quiero trabajar en un lugar donde me dejen dibujar gaviotas, pero también donde me tomen en serio cuando no lo hago. Alejandro la miró con calma. ¿Quieres que te tomen en serio? Ella asintió. Entonces, acompáñame, dijo él. la llevó hasta el salón principal, donde el personal del hotel estaba reunido.
Todos conserges, cocineros, camareras, administrativos, ejecutivos. Era una reunión no programada, algo se estaba cocinando y no era desayuno. Alejandro subió a la pequeña tarima del escenario con un micrófono en mano. Mara se quedó de pie a un lado, incómoda, hasta que Gabo le dio un empujón sutil. Ve que aquí viene algo bueno”, susurró Alejandro habló con tono claro, sin adornos. Ayer fue un día complicado.
Hubo errores, un apagón, malentendidos e incluso críticas públicas que pusieron en duda el profesionalismo de este equipo. Los murmullos crecieron, pero también fue un día donde quedó claro que lo que define a un hotel no es su decoración y sus luces, sino su gente. Miró a Mara. Una de esas personas es Mara Solís.
Ella no solo salvó la cumbre internacional con ingenio, humor y entrega. Ella mostró lo que significa liderazgo sin necesidad de título. Por eso, hoy quiero anunciar que será oficialmente parte del equipo de coordinación de eventos del grupo Ferrer. Los aplausos fueron inmediatos, algunos más fuertes, otros con asombro, pero todos sinceros. Mara parpadeó.
Quiso reír, llorar, correr, esconderse, pero solo atinó a hablar al micrófono cuando Alejandro se lo ofreció. “Yo solo tengo una regla”, dijo. Si las cosas se rompen, arreglarlas con una sonrisa. Si no hay luz, buscar linternas. Y si todo falla, que al menos parezca un plan brillante. Gracias por dejarme estar aquí.
Prometo que esta vez y preguntaré tres veces por el apellido Ferrer. Las risas se esparcieron como burbujas de alivio. Gabo gritó que le den oficina con ventana y plumones de colores. Cuando bajaron del escenario, Rafaela se acercó. Mara tragó saliva. Esperaba un gesto seco, una crítica disimulada.
“Pero no estuve equivocada contigo”, dijo Rafaela sin rodeos. Quise medirte por los errores, no por cómo los resolviste. Agradezco que hayas seguido adelante. Gracias, respondió Mara y luego añadió con picardía. ¿Puedo entonces recuperar mis marcadores? Con permiso de la gerencia. Sí. Anotado. Alejandro la acompañó hasta la terraza, donde la brisa era más suave que nunca.
Ambos se sentaron en la misma banca de la tarde anterior. ¿Y ahora? Preguntó ella. Ahora tú decides si quieres café, caminata o algo más. Algo más. ¿Como qué? Como la posibilidad de que esta historia no sea solo laboral. Mara lo miró entre seria y bronista. Eso fue una invitación romántica con disfraz corporativo. Fue una confesión a corazón abierto.
¿Y qué espera que le diga? Lo que quieras en cualquiera de los cinco idiomas que hablas. Mm mmm. En español. Me encantaría ver qué pasa. En francés ji a PE maíz JB. En alemán, Ich glaube, I maach. En inglés, a, no, ese no, que prohibimos los anglicismos. Alejandro Rio. Y en italiano, en italiano solo sé decir gelato, pero eso también puede ser romántico. Ambos rieron.
La distancia entre ellos era mínima. Y justo cuando el viento hizo volar una hoja de papel de su carpeta, Mara la atrapó y dijo, “¿Puedo ponerle título a esta historia?” “Claro.” Crónica de un apagón que encendió todo. “Perfecto, respondió Alejandro, acercándose un poco más. Y aunque no hubo beso aún, hubo algo más fuerte.
La certeza silenciosa de que lo que empezaba no necesitaba prisa. La vida en el hotel siguió. Las toallas volvieron a estar perfectamente dobladas. Los huéspedes dejaron de mirar las lámparas con miedo y el ascensor ya no se detenía entre pisos como escena de suspenso barato. Pero algo había cambiado.
Mara caminaba con un gafete nuevo que decía coordinación, una libreta más gruesa y el mismo marcador colgando, aunque ahora con tapa brillante. Y Alejandro, Alejandro ya no pasaba desapercibido, al menos no para ella. Ojo con ese Ferrer”, le dijo Gabo un día mientras armaban la señalización de un evento. Tiene mirada de Me importa si pasos de te estoy esperando, Gabo, por favor, respondió Mara sin dejar de dibujar una flecha. Es mi jefe y además es el dueño del hotel.
Lo último que necesito es que se convierta en chisme de pasillo. Y si ya es chisme de terraza, pues que me etiqueten bien. Ambos rieron, pero el comentario la dejó pensando. La relación entre ella y Alejandro era cada vez más cercana. No habían hablado de nosotros aún, pero sí compartían más café que protocolo.
Caminaban por los pasillos como si el hotel fuera escenario y ellos dos actores que aún no sabían si estaban en una comedia o en una historia real. Una tarde, Alejandro la invitó a conocer uno de los salones nuevos que el grupo planeaba remodelar. Entraron solos con las luces encendidas a medias y las cortinas aún sin abrir.
“Queremos convertir este espacio en un centro para eventos híbridos”, explicó él. Presencial y en línea con tecnología, buena acústica y una vista al jardín interior. “¿Y yo qué pinto aquí?”, preguntó Mara curiosa. Quiero que lo diseñes tú, que pienses en cómo sería el espacio ideal, no desde el manual, sino desde tu manera de hacer las cosas. Mara abrió los ojos. Yo diseñar un salón entero.
Tienes ideas y tienes algo que el manual no enseña. Sentido humano. Ella miró el salón, el espacio en blanco, las posibilidades y si fracaso, entonces tendremos un salón con gaviotas en las paredes y será el más recordado del Caribe. Ambos rieron. Alejandro se sentó en el borde de una mesa.
¿Puedo confesarte algo, Mara? Solo si promete no ser otra revelación de millonario misterioso. Prometido. Entonces, suelte. Él bajó la mirada un instante. Antes de llegar aquí estaba agotado. De los viajes, las juntas, la formalidad vacía. Pensé en tomarme un descanso, pero vine a este hotel sin avisar a nadie, queriendo ver si todavía podía sorprenderme. Y me sorprendiste tú.
Mara no dijo nada, solo se acercó un poco más. Eso fue un me gustas disfrazado de testimonio empresarial. Eso fue un quiero que estés en mi vida sin disfraz. Ella respiró hondo. ¿Y está seguro? Porque yo no tengo manual, ni apellidos largos, ni traje de dos piezas. Tienes lo que más falta en este mundo, ganas de hacer las cosas bien y risa en los momentos críticos y traducciones en tres idiomas y talento para hacer que la gente crea que todo está bajo control, incluso cuando no lo está. Mara lo miró.
Él ya no era el huésped con buena actitud ni el jefe que camina lento. Era un hombre mirándola de verdad, con miedo, sí, pero también con claridad. ¿Podemos ir despacio?, preguntó ella. A mi ritmo, a mi estilo. Sí, a paso de gaviota, con mapas dibujados y sin cláusulas pequeñas ni promesas que pesen. Entonces él le ofreció la mano. Caminamos.
Caminamos. Salieron del salón en silencio. Pero no era uno incómodo. Era el tipo de silencio donde las palabras ya no hacen falta. Desde el hobby, Gabo los vio pasar. Le dio un codazo a Lucía. ¿Viste eso? ¿Qué? Eso que se nota en el aire. Eso que no tiene nombre, pero que todos reconocemos cuando pasa. Lucía sonrió.
Amor o algo muy parecido y con marcador incluido. Otra broma para quienes solo revisan la caja de comentarios. Escriban la palabra zanahoria. Los que llegaron hasta aquí entenderán el chiste. Continuemos con la historia. Pasaron las semanas. La cumbre quedó en los recuerdos como ese evento que casi se arruina, pero terminó siendo inolvidable.
Los videos de la famosilla de internet desaparecieron como los charcos de la fuente sin rastro. Y Mara Mara seguía escribiendo en su libreta, pero ahora con otro tipo de tinta. Era oficial. Su cargo en el hotel se había vuelto permanente. Coordinaba eventos, diseñaba salones, dibujaba mapas con flechas de colores y gaviotas más gorditas que antes. Incluso habían impreso uno de sus carteles como decoración en el vestíbulo.
El que decía, “Si todo falla, hazlo con estilo.” El día que inauguraron el nuevo salón, Alejandro se presentó con algo escondido detrás de la espalda. “¿Tienes un minuto?”, preguntó serio, aunque sus ojos ya sonreían. Si traes café, tengo dos. No, traigo algo mejor. Sacó una caja de cartón color crema. Al abrirla, Mara soltó una carcajada.
Una gaviota de cerámica con marcador en el pico. Sí. para que no se te olvide quién cambió las reglas del juego. Yo cambié algo. Todo respondió él sin titubear. La ceremonia fue sencilla. Alejandro dio un discurso breve. Los empleados aplaudieron. Lucía lloró un poquito. Gabo hizo el brindis con agua de coco y Rafaela, aunque seguía seria, terminó sonriendo.
Cuando se quedaron a solas, Mara y Alejandro salieron a la terraza del hotel. donde el mar no hacía ruido, pero se sentía. ¿Recuerdas esa primera tarde?, preguntó él. La del apagón, la del inicio de todo. Ella rió. Pensar que iba a ser solo una semana de trabajo temporal.
¿Qué venía por experiencia y salí con ofertas, enemigos? ¿Y usted? Yo soy un extra inesperado. No, usted es el error de sistema que salió bien. Me gusta hacer eso. Se sentaron juntos sin prisa, sin nada que los apurara. ¿Te das cuenta? Dijo Mara. No fue un gran gesto romántico. No hubo cena con velas, ni fuegos artificiales, ni violines. Solo hubo lo que tiene que haber.
Miradas sinceras, respeto y paciencia y un poco de magia, añadió Alejandro. Pero de la buena, de la que no necesita esconderse. Ella apoyó su cabeza en su hombro. Y ahora, ahora caminamos sin prisa, sin guion. Y si el camino se pone difícil, tú me traduces. Yo te espero. Entonces, con el mar de fondo, las palmeras quietas y la luna asomándose apenas, él la miró y sin decir nada más la besó.
No con urgencia, no con promesa exagerada, con verdad, con ese tipo de ternura que no se grita, pero se queda. Y allí, bajo las estrellas, sin ruido de cámara ni discurso final, Mara supo que había encontrado algo que no se buscaba. Y que cuando todo falla, a veces es cuando por fin todo empieza. Gracias por acompañarnos hasta el final de esta historia.
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