El multimillonario descubre a su empleada comiendo las obras. Su reacción te dejará sin palabras. Antes de que empiece la historia, dinos en los comentarios desde dónde nos estás viendo. Disfrútala. La noche caía con un silencio profundo sobre la enorme mansión ubicada a las afueras de Madrid. Sofía Márquez avanzaba con pasos cautelosos hacia la cocina, llevando puesto su uniforme de limpieza azul marino, ese que usaba durante sus turnos y que ahora le servía también de excusa si alguien preguntaba por qué seguía
allí. Sabía que acercarse al carrito de descarte arriesgado, pero no podía ignorar el pensamiento que la acompañaba todo el día. Su madre se acostaría sin cenar otra vez. Elena llevaba semanas repitiendo que no tenía hambre, pero Sofía ya estaba cansada de escuchar esa mentira piadosa. La enfermedad la debilitaba y las medicinas dejaban la cuenta bancaria casi en ceros.
No quedaba dinero para comida decente, a veces ni para pan. Por eso, cuando pasaron las 11 y pico de la noche, Sofía decidió caminar hacia la cocina. No era la primera vez que lo hacía, pero sí una de las más difíciles. Marisa Villalba, la administradora de la mansión, pasaba siempre minutos antes de medianoche para tirar cualquier resto que quedara.
Sofía jamás tomaba algo fresco ni del refrigerador principal, solo buscaba entre lo que ya estaba destinado al cubo de basura. Era lo único que le permitía dormir tranquila. Empujó despacio la puerta. Sofía caminó directo al carrito de descarte. Exhaló con alivio al ver que todavía había un plato con un poco de pasta, un trozo pequeño de pan duro y algunas verduras que claramente habían sido abandonadas.
Sacó de su bolsillo un pequeño recipiente de plástico que guardaba para emergencias. No para ella, sino para su madre. Sofía no pensaba en comer. Había pasado muchas horas sin probar bocado, pero su prioridad era Elena. Mientras guardaba lo que podía rescatar, su respiración se volvió tensa. El reloj avanzaba y cualquier ruido al otro lado del pasillo la ponía en alerta.
Acababa de cerrar el recipiente cuando de repente la cocina se iluminó por completo. La luz la golpeó directo en los ojos y Sofía sintió que el corazón se le detenía. ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas? Preguntó una voz grave detrás de ella. Se giró lentamente. En la entrada estaba Leandro Alcázar, el dueño de la mansión. Llevaba una bata azul marino, la prenda que usaba cuando tenía problemas para dormir y su cabello castaño con canas estaba algo revuelto.
Sus ojos grises la observaron con un gesto de sorpresa y desvelo. Sofía apretó el pequeño tupper contra su pecho como si eso pudiera justificar su presencia. Señor Alcázar, dijo con voz baja, lo siento. Solo solo estaba tomando un poco de lo que iban a tirar. Él miró el carrito y frunció el ceño tratando de entender la escena. ¿Ibrar eso? Sí, señor.
La señora Villalba revisa el carrito antes de medianoche. Todo esto se va a la basura. Yo solo quería llevarle algo a mi madre. Leandro avanzó un paso dentro de la cocina. Sofía sintió que la tensión la recorría entera. No sabía si él estaba a punto de despedirla o de llamar a Marisa para hacerlo. “Tu madre, ¿cómo se llama?”, preguntó él.
Elena Márquez respondió. Ah, trabaja aquí también, ¿no? Sí, señor. En el área de limpieza hubo un silencio breve. Leandro la estudió con detenimiento, como si intentara ver más allá de la simple escena frente a él. ¿Por qué no tienen comida en casa? Preguntó directo. Sofía bajó la mirada. No quería responder. No quería parecer una víctima, pero tampoco iba a mentirle.
“Mi madre está enferma”, confesó. Fibrosis pulmonar y los medicamentos son muy caros. Este mes, este mes no nos alcanza ni para lo básico. Leandro apretó la mandíbula y soltó un suspiro que se mezcló con el silencio de la cocina. ¿Y tú? ¿Tú ya cenaste? Preguntó. No, señor, pero no tengo hambre, mintió. Él negó con la cabeza.
No deberías estar rebuscando comida en un carrito”, dijo mientras se dirigía al refrigerador. “Si necesitabas algo, podrías haberlo pedido.” Sofía sintió como la vergüenza le quemaba la garganta. No quería molestar, no quería causar problemas. Leandro sacó un plato envuelto y lo colocó en el microondas. Sofía lo observó con desconcierto mientras él seleccionaba algunos botones. Cuando el microondas sonó, Leandro colocó el plato caliente frente a ella.
“Siéntate”, le ordenó. “Señor, no debería. Te dije que te sientes.” Sofía lo hizo. No tenía fuerzas para discutir. Tampoco tenía fuerzas para admitir lo hambriente que estaba. Tomó el primer bocado con cuidado, intentando disimular la urgencia que sentía. Leandro se apoyó en la encimera cruzando los brazos mientras la observaba.
Tu madre, dijo, “¿Qué necesita exactamente?” Sofía dejó el tenedor a un lado por un momento. “Necesita un tratamiento que no podemos pagar”, respondió con un hilo de voz. Los doctores dijeron que es costoso, muy costoso. Hubo un silencio pesado. Parecía que Leandro procesaba cada una de sus palabras. Termina de comer”, dijo finalmente. “Después hablaremos de todo esto.
” Sofía lo observó mientras él se daba la vuelta para salir de la cocina. No sabía si eso significaba una solución o el fin de su empleo. Solo sabía que por primera vez en mucho tiempo la noche había dado un giro inesperado. Sofía terminó de comer en silencio con la sensación de que cada bocado era observado.
No porque Leandro buscara incomodarla, sino porque parecía intentar decifrar algo en ella, algo que quizá ni ella misma sabía expresar. Cuando dejó el plato vacío, se sintió casi culpable por lo mucho que le había gustado. Hacía días que no comía algo caliente. Se limpió las manos con una servilleta y se puso de pie, aún nerviosa. “Gracias, señor Alcázar, de verdad”, dijo suavemente.
“No tienes que agradecerme por algo que deberías tener siempre”, respondió él con un tono extraño, como si él mismo se sorprendiera de sus palabras. Leandro le indicó con un gesto que lo siguiera. Sofía dudó, pero al final caminó detrás de él por el pasillo silencioso. Cada paso se escuchaba demasiado fuerte. Ella llevaba el uniforme azul marino, todavía con algunas marcas de detergente, mientras él avanzaba con su bata, sin prisa, pero con una firmeza que imponía respeto.
Llegaron a una pequeña sala junto al comedor, donde había una mesa con varias carpetas apiladas. Leandro encendió una lámpara de escritorio que iluminó apenas lo necesario. “Siéntate”, dijo señalando una silla. Sofía lo hizo sintiendo las manos frías por los nervios. Él se colocó frente a ella con los brazos cruzados.
No parecía molesto, parecía preocupado. “¿Cuánto tiempo lleva enferma tu madre?”, preguntó. “Más de 2 años”, respondió Sofía. Al principio no era tan grave, pero fue empeorando. Los médicos dicen que si no empieza el tratamiento pronto, puede complicarse más. La clínica Monted Diego les negó el tratamiento, preguntó él con el seño fruncido.
No lo negaron, dijo Sofía apretando los labios. Solo dijeron que sin un pago adelantado no podían empezar nada. Les debemos varias consultas. Ya no nos reciben, ni siquiera aceptan vernos. Leandro negó lentamente con la cabeza. ¿Y por qué no pediste ayuda? Preguntó él. Porque no quería perder mi trabajo, respondió ella con sinceridad. La señora Villalba siempre está buscando motivos para despedir a alguien.
Si sabía que yo estaba entrando a la cocina, aunque fuera solo para recoger lo que se iba a tirar, nos echaba a las dos sin dudarlo. Leandro soltó un suspiro. Marisa siempre ha sido estricta, comentó, pero a veces confunde disciplina con abuso. Sofía bajó la mirada. Yo no quiero problemas, señor. Solo quiero trabajar y que mi madre se recupere.
Él caminó alrededor de la mesa y se detuvo frente a otra carpeta. La abrió revisando algunos documentos. Ella no alcanzó a ver qué eran. Sofía dijo él llamándola por su nombre por primera vez. Tu madre está en casa. Sí, señor. Está descansando. Bueno, intentándolo. Quiero hablar con ella mañana, dijo él.
y quiero que vayan a la clínica Montedgo. Yo me encargaré del pago. Sofía sintió que el corazón le dio un vuelco. No, señor Alcázar, eso no. No puedo aceptarlo. No te estoy preguntando si puedes, respondió él con firmeza. Te estoy diciendo lo que va a pasar.
Tu madre necesita atención y no voy a permitir que siga enferma por falta de dinero. Sofía se quedó muda. No sabía si debía llorar, agradecer o levantarse y salir corriendo por el impacto de lo que estaba escuchando. “Señor, no sé cómo pagarle algo así”, susurró. “No tienes que pagarme nada”, dijo Leandro. Estoy haciendo lo correcto. Eso es todo. Antes de que Sofía pudiera responder, escucharon el sonido de pasos firmes acercándose por el pasillo.

Ella lo reconoció de inmediato, Marisa Villalba. La puerta se abrió de golpe sin tocar. “Señor Alcázar”, dijo Marisa con su voz seca. Me informaron que había actividad en la cocina a altas horas de la noche. Vine a revisar. Entonces vio a Sofía sentada frente a Leandro y su expresión cambió. Sus ojos se afilaron como si hubiera encontrado justo lo que estaba buscando para castigar.
Sofía Márquez dijo con tono cortante, “¿Qué estabas haciendo en la cocina fuera de tu horario? Estabas robando comida, ¿verdad?” Sofía abrió la boca, pero Leandro habló antes. Marisa dijo con calma helada. Yo la encontré y no estaba robando. La administradora se tensó. Señor, las reglas son claras.
Los empleados no deben. Las reglas las pongo yo, interrumpió él sin levantar la voz, pero dejando claro que no era negociable. Marisa tragó saliva intentando recomponer su postura. Señor Alcázar, debo insistir, este tipo de comportamientos causa desorden. No podemos permitir que los empleados entren a la cocina sin supervisión. Tendrá que haber una consecuencia.
Leandro la miró fijamente. Había algo distinto en él, una dureza que Sofía no había visto antes. La única consecuencia que habrá, dijo Leandro, es que tu actitud va a cambiar desde ahora mismo. Marisa parpadeó sorprendida. Perdón. Sofía no ha hecho nada malo continuó él. Estaba buscando comida que ustedes mismos decidieron tirar. Nada más. Así que no habrá castigo.
Y mañana quiero que prepares una habitación para ella y su madre. Serán alojadas aquí temporalmente. Sofía casi se levantó de la silla del impacto. Señor, yo no puedo quedarme en la mansión. Si puedes, respondió él sin mirarla. Y lo harás. Marisa apretó los dientes. Señor Alcázar, con todo respeto, no es apropiado que el personal se aloje.
Es mi casa, dijo él interrumpiéndola una vez más. No tuya. Y mis decisiones no están sujetas a tus reglas. La tensión en la sala era tan pesada que parecía llenar todo el aire. Marisa trató de mantenerse firme, pero era evidente que la autoridad de Leandro la superaba. Muy bien, dijo ella finalmente con el tono derrotado de quien está a punto de explotar, pero no tiene opción.
Como usted diga, señor. Perfecto, respondió él. Puedes retirarte. Ella salió sin despedirse, con pasos duros que resonaron por el pasillo. Cuando la puerta se cerró, Sofía respiró como si hubiera estado conteniendo el aire todo ese tiempo. “Señor”, murmuró. No debió enfrentarse a ella por mí. Alguien tenía que hacerlo, respondió él.
Ella lo miró aún confundida, aún sorprendida por tanta defensa inesperada y por primera vez en mucho tiempo sintió que no estaba sola en esa lucha que llevaba años cargando con su madre. “Mañana”, dijo Leandro señalando la puerta. “Vete a casa y descansa. Necesitas fuerzas para lo que viene.” Sofía asintió.
tomó su pequeño recipiente con restos de comida y se encaminó hacia la salida. Antes de desaparecer por el pasillo, escuchó la voz de Leandro una última vez. Y Sofía dijo él. Ella se giró. Aquí nadie volverá a tratarte como si valieras menos. ¿Entendido? Sofía sintió un nudo en la garganta. Sí, señor, ¿entendido? Y se marchó. El amanecer llegó antes de lo que Sofía hubiera querido.
Apenas había dormido dos horas, la cabeza le daba vueltas con todo lo que había ocurrido esa noche. Le costaba creer que Leandro hubiera intervenido de esa manera y menos aún que hubiera dicho que ella y su madre se quedarían en la mansión temporalmente. Le sonaba tan irreal que varias veces pensó que lo había soñado. Cuando entró a su departamento, encontró a Elena recostada en el sofá, envuelta en una manta fina.
La respiración le sonaba pesada, como si cada inhalación costara demasiado. Sofía se acercó con cuidado. “Mamá”, susurró. “Te traje un poco de comida.” Elena abrió los ojos lentamente. Aunque estaba agotada, sonrió al ver a su hija. “¿Trabajaste hasta tarde otra vez?”, preguntó con voz ronka. Más o menos, dijo Sofía intentando sonar tranquila.
Pero mira, come esto, te va a hacer bien. Elena trató de incorporarse. Tú también tienes que comer, Sofía. No puedes seguir así. No te preocupes por mí, respondió ella, esquivando el tema. Como siempre. Solo come. Sí. Elena aceptó, pero no dejó de observarla con esa mirada de madre que lo sabe todo.
Sofía no tenía ganas de explicar detalles, solo se quedó junto a ella hasta que terminó de comer y se durmió de nuevo. Mientras la veía descansar, Sofía sintió un hormigueo incómodo en el pecho. Leandro quería hablar con Elena. ¿Cómo iba a reaccionar su madre cuando se enterara de que él se había metido en sus problemas? Cuando supiera que la clínica ya no era una opción, sino una orden.
Sofía tomó aire y decidió que era mejor no pensar demasiado. En unas horas tendría que trabajar y enfrentar a Marisa. Eso ya era suficiente carga. Cuando llegó a la mansión ese mismo día, el ambiente estaba extraño. Algunos empleados la observaron con curiosidad mientras caminaba hacia el área de limpieza. Otros bajaron la mirada como si tuvieran miedo de estar relacionados con ella por accidente.
Sofía sabía que Marisa hablaba más rápido que el viento cuando quería destruir la reputación de alguien. Apenas se puso el uniforme azul marino y acomodó su cabello en una coleta, escuchó un golpe seco en la mesa donde se registraban las entradas del personal. Marisa apareció con su carpeta negra y su expresión afilada.
Veo que llegaste temprano, Sofía”, dijo con tono falso. “Qué milagro!” Sofía se mantuvo firme. “Buenos días, señora Villalba.” “Buenos días”, respondió Marisa, aunque la palabra sonó como un insulto. Marisa revisó sus hojas y luego la miró como si midiera cada centímetro de su existencia. “Espero que entiendas que no voy a tolerar indisciplina.
Lo que pasó anoche no se repetirá. Y si te atreves a entrar de nuevo en un área que no te corresponde sin autorización, te sacaré de aquí de inmediato. Sofía apretó los puños, pero mantuvo la voz calmada. El señor Alcázar ya habló conmigo de eso. Marisa apretó los labios. No te equivoques, querida.
El señor Alcázar no va a estar siempre para salvarte. No necesito que me salve, respondió Sofía. Solo hago mi trabajo. La administradora soltó una risa seca. Veremos cuánto dura eso murmuró antes de caminar hacia la oficina principal. Sofía respiró hondo. Sabía que ese encuentro no sería el último. A media mañana, mientras limpiaba una de las alas del ala este, escuchó pasos acercándose.
Volteó y vio a Leandro entrar con su traje gris impecable. Era como si la noche anterior no hubiera existido. Se veía seguro, sereno, dueño de todo lo que lo rodeaba. Sofía dejó el trapo a un lado. Buenos días, señor Alcázar. Buenos días, Sofía. ¿Cómo está tu madre? Durmiendo. Estaba cansada, respondió ella.
¿Por qué, pregunta? Porque quiero hablar con ella hoy. Dijo él con naturalidad. Y porque el doctor Eniques ya está listo para verla. Sofía abrió los ojos. Hoy, hoy, confirmó él. Ella dudó un momento. Señor, no sé si mi madre va a querer. No le gusta aceptar ayuda. Lo sé, respondió él. Tú tampoco querías, pero voy a ayudarla igual. Ella bajó la mirada sintiéndose vulnerable.
Gracias, de verdad. Leandro asintió con un gesto serio. A las 4 pasará mi chóer por ustedes. Quiero que estés lista y tendrás permiso de ausentarte el resto del día. Marisa sabe, preguntó Sofía con cautela. Leandro sonrió apenas. Marisa sabe lo que necesita saber. Nada más. Después de eso salió de la sala dejándola sola y más confundida que antes.
Lo que estaba pasando era demasiado grande y demasiado rápido. El reloj marcó las 4:10 cuando el chóer tocó la puerta del departamento. Sofía ayudó a su madre a ponerse los zapatos y una bufanda ligera. Aunque el día no estaba tan frío. Elena parecía nerviosa. Sofía, esto no me gusta. ¿Por qué tengo que ir con un médico privado? No podemos pagar nada de eso, mamá.
Tranquila dijo Sofía sujetándole los hombros. Solo escuchalo. Sí. Yo yo hablé con el señor Alcázar y él Elena la miró fijamente. ¿Qué hiciste? Nada malo. Te lo juro. Él solo quiere ayudar. Elena negó con la cabeza. La ayuda siempre trae un precio. Sofía. No, esta vez, respondió ella con firmeza. Confía en mí.
El chóer, un hombre amable que no hacía demasiadas preguntas, las llevó directo a la clínica Monte Diego. Cuando entraron, Sofía sintió un nudo en la garganta. Habían pasado meses desde la última vez que pisaron ese lugar. Y aunque la clínica era moderna y tranquila, para ellas representaba miedo, humillación y puertas cerradas. Las recibieron de inmediato.
No hubo listas de espera, ni caras de cansancio, ni pedidos de pago adelantado. Solo una enfermera que sonrió y las acompañó a una oficina amplia donde el doctor Mauricio Enques las esperaba. Leandro estaba sentado en una esquina revisando su móvil. Elena se detuvo en seco. ¿Qué hace él aquí? Preguntó en voz baja. Mamá, calma, susurró Sofía. Leandro se puso de pie. Señora Márquez saludó. Gracias por venir.
Elena levantó la barbilla. No sé qué pretende, señor Alcázar. Lo único que quiero, respondió él, es que usted pueda respirar sin dolor. La voz del doctor interrumpió el momento. Señora Márquez, por favor tome asiento. Vamos a revisar sus estudios y hablar de lo que sigue. Sofía tomó la mano de su madre esperando que aceptara.
Después de unos segundos, Elena se sentó. Y así comenzó todo. Hagamos un juego para quienes leen los comentarios. Escribe la palabra patata en la sección de comentarios. Solo los que llegaron hasta aquí lo entenderán. Continuemos con la historia. El doctor Hendes acomodó unas hojas sobre el escritorio mientras Elena intentaba mantener la calma.
Sofía se sentó a su lado sintiendo como las manos le sudaban de nervios. Leandro permaneció cerca de la ventana en silencio, observando todo con esos ojos grises que parecían analizar cada detalle. Señora Márquez”, comenzó el doctor, “Revisé los estudios que trajo y también realicé una exploración rápida esta mañana. Su situación es seria, pero no es irreversible.
” Elena apretó los labios. Eso ya lo sé, doctor. Lo que no tengo es dinero para hacer algo al respecto. El doctor intercambió una mirada con Leandro, quien dio un paso hacia adelante. “Ese tema ya está resuelto, Elena”, dijo él. Lo importante ahora es que reciba tratamiento inmediato.
Ella volteó a verlo con incredulidad y molestia mezcladas. Señor Alcázar, usted no tiene ninguna obligación de pagar por mí, respondió Elena. Ni siquiera sé por qué está haciendo esto. Porque puedo, dijo él sin subir la voz. Y porque no pienso permitir que una persona que trabaja en mi casa sufra por falta de atención médica. No es negociable.
Elena se quedó callada, sorprendida por la firmeza de su tono. Sofía la miró sin saber si su madre iba a aceptarlo o si saldría por la puerta de un momento a otro. El doctor continuó, “Lo que necesitamos es iniciar el tratamiento de inmediato. Son varias sesiones al mes, además de medicamentos específicos.
También tendrá que descansar más, evitar esfuerzos y seguir una dieta adecuada.” Elena soltó una risa amarga. Descansar. Soy empleada de limpieza. No puedo darme el lujo de quedarme sin trabajar. Leandro intervino enseguida. No va a quedarse sin trabajar, dijo. Pero si estará en licencia médica con sueldo completo hasta que esté recuperada.
Elena lo miró como si acabara de escuchar un disparate. Eso no existe, señor Alcázar. Las licencias pagadas no son para gente como yo. Ahora sí lo son, respondió él. Y quiero que empiece mañana mismo. Sofía sintió un alivio tan fuerte que casi le temblaron las piernas, pero Elena no estaba convencida. No puedo aceptar algo así, insistió ella. La gente va a hablar.
Van a pensar que estoy aprovechándome. Leandro dio un paso más hacia ella. Me importa muy poco lo que piense la gente”, dijo. “Y usted debería pensar menos en eso y más en su propia salud.” Elena respiró hondo, miró a Sofía. Su hija le apretó la mano suplicándole con los ojos. “Mamá, por favor, acepta”, dijo Sofía. “¿Necesitas esto?” Finalmente, Elena bajó la mirada.
“Está bien”, murmuró. Pero no lo hago por mí, lo hago por mi hija. Leandro asintió. Eso es suficiente. El doctor sonrió levemente. Perfecto. Entonces, hoy mismo empezamos con la primera sesión, dijo. No será larga, pero sí importante para estabilizar su respiración. Sofía ayudó a su madre a ponerse de pie. Elena estaba nerviosa, pero no se resistió.
Antes de salir del consultorio, Leandro tocó el hombro de Sofía. “Quiero que estés aquí mientras ella recibe el tratamiento”, le dijo. Después las llevaré personalmente a la mansión. Sofía asintió sin discutir. Claro, señor. Cuando Elena y el doctor se marcharon hacia la sala de tratamiento, Sofía se quedó sola con Leandro. El silencio se volvió pesado por unos segundos.
Gracias”, dijo ella finalmente. “No sé cómo agradecerle esto.” Leandro negó con la cabeza. No tienes que agradecerme. Solo estoy haciendo lo que cualquiera con mis recursos debería hacer. “No todos lo harían”, respondió Sofía. “Y usted lo sabe.” Él la miró, pero esta vez con una expresión diferente. No era superioridad, era humanidad. No puedo cambiar el mundo, Sofía”, dijo.
“Pero sí puedo cambiar lo que pasa en mi casa”. Ella bajó la mirada sintiendo algo extraño en el pecho. No era enamoramiento ni algo por el estilo, era gratitud profunda mezclada con alivio y sorpresa. Una hora después, Elena salió acompañada de una enfermera. Sofía la abrazó con cuidado.
“¿Cómo te sientes?” Cansada, pero un poco mejor”, respondió Elena tocándose el pecho. “Me ayudó más de lo que esperaba. Me alegra escucharlo”, dijo Leandro mientras se acercaba. “Ahora quiero que vuelvan conmigo a la mansión.” Elena frunció el ceño. ¿Por qué no necesitamos? Porque no me quedaré tranquilo sabiendo que sigues durmiendo en ese departamento sin calefacción adecuada, respondió él.
¿Te vas a quedar en una habitación de invitados? Ya lo decidí. Elena abrió la boca para protestar, pero Sofía la detuvo. Mamá, por favor, no discutas. No tienes fuerzas. Elena soltó un suspiro derrotado. Está bien, pero solo será por unos días. Por el tiempo que sea necesario, corrigió Leandro.
Cuando llegaron de vuelta a la mansión, el ambiente parecía distinto. Tal vez era porque Sofía ya no sentía que caminaba sola. O tal vez era la presencia imponente de Leandro frente a ellas, dejando claro que no iba a permitir injusticias. El chóer las dejó frente a la entrada principal. Sofía casi no respiró al ver como Elena miraba el lugar con incomodidad.
“Yo no pertenezco aquí, Sofía”, susurró Elena. Mamá, hoy sí”, respondió ella. Al entrar, una empleada joven se acercó rápidamente. “Señor Alcázar, ya está lista la habitación que pidió”, dijo con una sonrisa nerviosa. “Perfecto, respondió él. Llévenlas y asegúrense de que no les falte nada.” Sofía y Elena la siguieron.
Mientras subían las escaleras, Elena se detuvo un momento. Sofía, ¿tú te das cuenta de lo que esto significa?, preguntó en voz baja. Lo sé, respondió Sofía. Y también sé que te lo mereces. Elena negó con la cabeza. No sé si merecerlo, pero ojalá pueda respirar tranquila otra vez. Sofía le dio un abrazo delicado. Vas a estar bien, lo prometo.
Mientras ellas avanzaban hacia la habitación, Leandro permaneció abajo con los brazos cruzados. Observó cómo subían las escaleras y luego giró hacia el corredor del ala oeste. Sabía que tenía otro asunto pendiente, Marisa, y no pensaba dejarlo para después. Caminó con paso firme hacia la oficina principal. abrió la puerta sin tocar. Marisa levantó la vista inmediatamente.
Señor Alcázar, iba a hablar con usted más tarde. No hace falta, respondió él cerrando la puerta detrás de sí. Vamos a hablar ahora. Marisa tragó saliva. ¿Sobre qué? Sobre tus métodos y sobre todo lo que te he permitido controlar demasiado tiempo. Marisa se quedó inmóvil. Señor, yo solo. No, dijo él con firmeza. Esta vez vas a escuchar.
Y así comenzó la conversación que Marisa llevaba años evitando. Una conversación que cambiaría todo. Marisa se quedó rígida en su silla al ver como Leandro avanzaba hacia ella sin apartar los ojos de su rostro. Él cerró la puerta con un gesto firme, como quien deja afuera cualquier distracción. La oficina estaba silenciosa y el sonido del reloj de pared parecía marcar cada segundo con un peso incómodo.
“Señor Alcázar”, comenzó Marisa con voz temblorosa. Imagino que quiere hablar sobre lo de anoche, pero puedo explicarlo. “No necesito explicaciones, interrumpió Leandro con voz seca. Necesito la verdad.” Marisa frunció el ceño. Siempre he sido honesta con usted. Leandro apoyó ambas manos sobre el escritorio inclinándose hacia ella.
Ah, sí, preguntó. Entonces, explícame por qué una empleada tuvo que buscar comida en un carrito de descarte porque teme que la humilles o la despida si pide algo para comer. Marisa respiró de golpe. Señor, yo manejo la disciplina del personal.
Si empiezo a permitir que entren a la cocina cuando quieran, todo será un caos. Las reglas existen por una razón. No confundas disciplina con crueldad, respondió Leandro. Y menos cuando ni siquiera supervisas esas reglas como deberías. Marisa apretó los labios, miró su carpeta como buscando un escape. Señor Alcázar, si me permite, creo que está exagerando.
La señorita Márquez rompió una norma clara. No podemos dejar pasar eso como si nada. Lo voy a dejar pasar, dijo él. Y te voy a decir por qué. Porque lo que hizo no fue un acto de rebeldía ni de falta de respeto. Fue un acto de desesperación. Ella no estaba robando, estaba intentando que su madre no se acostara con el estómago vacío. Marisa hizo un gesto de fastidio.
Eso no es mi responsabilidad. Yo no puedo hacerme cargo de los problemas personales de los empleados. Leandro la observó con dureza. Pero si puedes dejar de empeorarlos respondió con frialdad. Ella abrió los ojos con indignación. Ahora resulta que soy la culpable de que su madre esté enferma. No dije eso contestó Leandro.
Pero si eres responsable del ambiente horrible que has creado aquí. El personal trabaja con miedo, no con respeto. Y eso termina aquí. Marisa se quedó muda, como si esas palabras la hubieran abofeteado. Leandro sacó unos documentos de una carpeta. He estado revisando informes que tenía olvidados”, dijo gente que renunció, personas que solicitaban cambios de área, quejas no atendidas, todas señalaban el mismo problema.
Tú, Marisa palideció. Señor Alcázar, no sabía que había quejas formales. Porque las escondías, interrumpió él, o intimidabas a quienes las hacían. Ella tragó saliva, perdiendo por completo la postura arrogante. Yo solo intentaba mantener la casa en orden. Balbuceó a costa de un trato inhumano, respondió Leandro.
Y créeme, ya he sido demasiado paciente. Marisa sintió un escalofrío. Por primera vez entendió que su poder estaba desmoronándose. Entonces, ¿qué va a hacer conmigo, señor?, preguntó en voz baja. Por ahora nada, respondió él. Pero escúchame bien. Desde hoy Sofía tiene permiso para moverse por la casa sin tu vigilancia excesiva y tú no volverás a dirigirle la palabra con falta de respeto. Si lo haces, estarás fuera.
Marisa parpadeó, sorprendida por la claridad del ultimátum. Me está amenazando. Te estoy advirtiendo, dijo él. Lo siguiente será una consecuencia real. Ella quiso replicar, pero algo en la mirada del hombre la detuvo. Decidió bajar la cabeza. Entendido, señor Alcázar.
Leandro salió sin despedirse, dejando a Marisa sola en aquella oficina que por primera vez se sentía demasiado grande para ella. Mientras tanto, en la habitación asignada a Elena, Sofía terminaba de organizar las cosas que habían traído. Elena se sentó en la cama con evidente incomodidad. Sofía, este lugar no es para nosotras, dijo Elena mirando la habitación amplia. Yo no me siento bien aquí, mamá.
Solo es temporal, respondió Sofía. Además, lo necesitas. Aquí vas a descansar mejor. Elena negó llevándose una mano al pecho. No quiero que piensen que estamos aprovechándonos. No quiero que ese hombre crea que soy un problema. Él no piensa eso, dijo Sofía suavemente. Si lo pensara, no estaría haciendo todo esto. Elena suspiró con cansancio.
No confío en nadie con tanto dinero. Siempre quieren algo a cambio. Sofía se sentó a su lado. Mamá. Leandro no es así. No te está pidiendo nada, solo quiere ayudarte. Elena frunció el seño. ¿Y tú por qué crees que lo hace? Sofía abrió la boca, pero no supo qué decir de inmediato. Era extraño.
Ni siquiera ella entendía completamente las razones del hombre, pero algo dentro de sí le decía que no había malas intenciones. No lo sé, admitió. Pero estoy segura de que no quiere perjudicarnos. Elena la miró con ojos cansados. Ojalá tengas razón, hija. Sofía salió al pasillo unos minutos para tomar aire. El día había sido demasiado intenso y necesitaba un momento para ordenar sus pensamientos.
Mientras caminaba por el corredor, escuchó pasos acercándose detrás de ella. Sofía la llamó Leandro. Ella se giró. Señor Alcázar, ¿ya habló con la señora Villalba? Sí, respondió él con expresión seria. No volverá a molestarte ni a ti ni a tu madre. Sofía soltó el aire que llevaba atorado en el pecho. Gracias, Señor.
Sé que no tenía por qué hacerlo, pero tenía que hacerlo, respondió él, cortándola suavemente. Lo correcto no requiere permiso. Ella bajó la mirada sintiendo el peso de esa frase. Mi madre está muy nerviosa dijo Sofía. No está acostumbrada a aceptar ayuda. Es normal, dijo Leandro. Tampoco yo estaba acostumbrado a ayudar.
Sofía levantó la vista. ¿Por qué lo hace entonces? Leandro se quedó en silencio unos segundos. Porque durante mucho tiempo dejé que esta casa se llenara de reglas y silencios respondió. Y ayer, cuando te vi buscando comida en un carrito, entendí que había fallado. Sofía sintió un nudo en la garganta. No fue su culpa, señor. Sí lo fue, respondió él con tranquilidad.
Pero estoy corrigiendo eso ahora. Ella no sabía qué responder. Había algo en la voz del hombre que la desarmaba, como si él hablara desde un lugar muy personal. “Mañana llevaremos a tu madre a otra sesión”, añadió Leandro. “Quiero que estés preparada.” “Lo estaré”, respondió Sofía. Bien, asintió él.
Y cualquier cosa que necesites me lo dices directamente. No vuelvas a guardar silencio. Ella asintió despacio. Lo prometo. Leandro dio media vuelta y comenzó a caminar por el pasillo. Sofía lo observó mientras se alejaba. Por primera vez desde que trabajaba en la mansión, no lo vio como un jefe distante, sino como alguien que estaba intentando hacer lo correcto, y eso la hacía sentir algo que no había sentido en mucho tiempo, tranquilidad.
Más tarde esa noche, cuando Sofía volvió a la habitación para revisar a su madre, Elena ya dormía profundamente. Respiraba con más calma. Por primera vez en meses no parecía estar sufriendo. Sofía se sentó a su lado, le acomodó la manta y se quedó mirándola en silencio. La mansión seguía siendo enorme, intimidante, llena de rincones prohibidos.
Pero por alguna razón esa noche no se sentía fuera de lugar. Algo estaba cambiando y lo que vendría después cambiaría incluso más. Hagamos otra broma para quienes solo revisan la caja de comentarios. Escriban la palabra paella. Los que llegaron hasta aquí entenderán el chiste. Continuemos con la historia.
A la mañana siguiente, Sofía despertó antes de que sonara el despertador. El cuarto de huéspedes donde dormía estaba más cómodo de lo que imaginó, pero eso no evitaba que la ansiedad le apretara el pecho. Se levantó con cuidado para no despertar a su madre, quien seguía durmiendo profundamente. La respiración de Elena sonaba más estable, menos forzada que días atrás.
Sofía sonrió al verla así por primera vez en mucho tiempo. Se vistió con su uniforme azul marino y salió al pasillo. El ambiente de la mansión a esa hora era distinto, más calmado y tibio. Apenas iba a bajar las escaleras cuando escuchó una voz conocida detrás de ella. “Buenos días, Sofía”, dijo Leandro. Ella se giró rápidamente. “Buenos días, señor Alcázar.
” Él llevaba un traje oscuro impecable, cabello ligeramente peinado hacia atrás, como si no hubiera perdido ni un minuto en prepararse. “¿Cómo pasó la noche tu madre?”, preguntó él. “Mucho mejor, señor.” Durmió sin despertarse. Eso no pasaba desde hace semanas. Leandro asintió con una leve sonrisa que apenas duró un segundo.
Me alegra escucharlo. Hoy tendrá otra sesión con el doctor Hendques. Ya está programada. Lo agradezco, señor, pero Sofía bajó la mirada a un instante. ¿Estás seguro de que no es una molestia? Leandro negó lentamente. No es una molestia. No repitas eso. Ella respiró hondo. Está bien. Además, añadió él, voy a hablar con tu madre más tarde.
Es importante que entienda que no está sola en esto. Sofía se tensó ligeramente. Sabía que su madre no aceptaba ayuda fácilmente, mucho menos de alguien tan poderoso. Pero Leandro parecía decidido. Intentaré prepararla”, dijo ella, “Aunque no prometo que vaya a ser sencillo.
” Él sonrió con una expresión que mezclaba paciencia y cansancio. “Lo imagino, pero lo lograremos.” Sofía fue a la cocina a buscar algo ligero para llevarle a su madre. Varios empleados la miraban con curiosidad, no con desprecio, pero sí con sorpresa. Algunos le sonrieron, otros simplemente se alejaron. Todos sabían que algo había cambiado desde la noche anterior.
Mientras servía un poco de fruta y una infusión, una empleada se acercó. “¿Tú eres Sofía, verdad?”, preguntó con un tono amable. “Sí”, respondió Sofía. “Solo quería decirte que qué bueno que estés aquí. No sabes lo que hizo Marisa con el personal durante años.” Sofía abrió los ojos con sorpresa. Tanto así mucho peor.
Pero nadie decía nada porque era más fácil irse que enfrentarse a ella. Sofía sintió un pequeño escalofrío. ¿Y ella sigue por aquí? La empleada negó rápidamente. Hoy no ha salido de su oficina. Parece que el señor Alcázar le dio un buen regaño. Sofía imaginó a Marisa encerrada, furiosa, hirviendo por dentro, pero no quiso seguir pensando en eso.
Agradeció el comentario, tomó la bandeja con cuidado y regresó a la habitación. A media mañana, el chóer llegó nuevamente para llevar a Elena a la clínica. Sofía la acompañó, aunque su madre seguía reticente. “Hija, no tienes por qué seguirme a todas partes”, dijo Elena con voz ronca. “Si tengo,” respondió Sofía. “Y no pienso dejarte sola con esto.
” Elena bufó, pero no insistió. La sesión fue más intensa que la primera. El doctor explicó los avances, las necesidades y algunos cambios importantes. Elena escuchó todo con más calma, aunque todavía había desconfianza en sus ojos. Al finalizar, cuando ya iban a salir, se encontraron a Leandro esperándolas en la sala principal.
¿Cómo se siente?, preguntó él cansada, respondió Elena sin suavizar su tono. Pero mejor, eso es lo importante, respondió él. Vamos a regresar a la mansión. Hay algunas cosas que quiero hablar con usted. Elena levantó una ceja. ¿Sobre qué? Sobre su trabajo, dijo él con serenidad. Y sobre el futuro. A Elena no le gustaba ese tono. Sofía lo notó enseguida. Mamá, tranquilo susurró.
Escúchalo Elena respiró hondo y asintió con desgano. De regreso en la mansión, Leandro las llevó a un salón pequeño donde podían hablar en privado. Sofía se quedó de pie detrás de su madre mientras Leandro tomaba asiento frente a ellas. Elena cruzó los brazos. Diga lo que tenga que decir, “Señor Alcázar.
” “Voy a ser directo,” respondió él. “A partir de hoy usted está en licencia con sueldo completo y no volverá a hacer trabajos pesados en la mansión, ni ahora ni en el futuro.” Elena se quedó boqueabierta. ¿Qué? No, no, no. Yo necesito trabajar. Usted no puede mantenerme sentada todo el día. No quiero que trabaje en lo que la lastima”, respondió él.
“Entonces, ¿qué se supone que haga?”, preguntó Elena con indignación. Leandro entrelazó los dedos sobre la mesa. “Quiero que supervisáis. Necesito a alguien que conozca la casa, que sepa cómo funciona el personal, alguien de confianza. Ya no quiero que Marisa sea la única responsable del manejo de la mansión.
” Sofía sintió como el aire se le escapaba. Supervisar, repitió Elena en Soc. Yo, señor Alcázar, yo no no sé de esas cosas. Claro que sabe, respondió Leandro. Usted lleva años trabajando aquí. Conoce cada rincón mejor que nadie y quiero a alguien justo, alguien que no sea cruel ni abusiva. Usted encaja perfectamente. Elena negó con fuerza. No puedo aceptar eso. Es demasiado.
Es lo que quiero, respondió él con firmeza. Y es lo que la casa necesita. Elena miró a su hija buscando una señal. Sofía solo pudo asentir con los ojos llenos de emoción. Mamá, yo creo que podrías hacerlo y estarías mucho mejor que antes. Elena respiró profundamente. Después de unos segundos, cerró los ojos. Está bien”, dijo, “Pero solo si hago un buen trabajo.
” Leandro asintió satisfecho. No esperaría menos. Más tarde ese día, Sofía salió al jardín para despejarse un poco. Necesitaba aire fresco. La mansión seguía siendo un lugar enorme que la intimidaba, pero por alguna razón el jardín la hacía sentir tranquila. Mientras caminaba entre los senderos, escuchó unos pasos acercándose. Era Leandro con un café en la mano.
¿Puedo acompañarte? Preguntó. Claro, señor, respondió ella. Él caminó a su lado por unos minutos en silencio antes de hablar. Tu madre va a estar bien, Sofía. Ella sonrió suavemente. Eso espero. Gracias por lo que hizo por ella. No me lo agradezcas”, dijo él.
A veces uno se acostumbra a vivir rodeado de silencio y olvida mirar lo que pasa a su alrededor. “¿Se refiere a la mansión?”, preguntó Sofía. “Me refiero a mi vida,”, respondió él con sinceridad. Ella se detuvo sorprendida por la honestidad. “Pensé que usted tenía todo bajo control.” Leandro soltó una risa leve. “Nadie tiene todo bajo control. Ni siquiera alguien con dinero, Sofía. Ella bajó la mirada.
Supongo que todos tenemos problemas. Exacto. Asintió él. Pero lo importante es no ignorarlos. Y durante mucho tiempo lo hice. Sofía lo miró con atención. Había mucho que no conocía de él, pero algo le decía que ese hombre cargaba más peso del que mostraba. Si alguna vez necesita hablar”, dijo ella tímidamente. No sé si puede ayudarlo, pero puedo escuchar.
Leandro la observó con una mezcla de sorpresa y gratitud. Gracias. Lo tendré en cuenta. Ella sonrió un poco y él también. Solo por un segundo. Ese mismo momento, desde una ventana del ala oeste, Marisa observaba la escena con una expresión fría y llena de resentimiento. Apretó los dientes mientras los veía caminar juntos por el jardín. “Esto no va a quedar así”, susurró para sí misma.
“No voy a dejar que esa chica arruine mi lugar en esta casa.” Y con esa promesa en su mente, Marisa empezó a planear su siguiente movimiento, uno que no iba a hacer nada bueno. Marisa observó a Sofía y Leandro desde la ventana durante varios minutos con una mezcla de rabia y frustración acumulada.
Nunca había visto al dueño de la mansión comportarse de esa manera con ningún empleado. Para ella, que siempre había tenido el control del personal, aquello parecía una amenaza directa. cerró la cortina de golpe y comenzó a caminar de un lado a otro por la oficina como un animal enjaulado. “No voy a permitir que me quiten mi autoridad en esta casa”, murmuró entre dientes. “Esa chica no tiene idea de lo que está haciendo.
” Marisa imaginaba mil escenarios posibles para recuperar su poder, pero ninguno parecía suficiente. Ella sabía que Leandro no era un hombre fácil de manipular y la presencia de Sofía complicaba aún más las cosas. Lo que nunca admitía en voz alta era que en el fondo temía perder su puesto más que cualquier otra cosa.
Mientras tanto, Sofía regresó adentro de la mansión con una sensación extraña en el pecho. Hablar con Leandro la dejaba siempre con sentimientos encontrados. Le tenía respeto, incluso admiración, pero también miedo a que todo se derrumbara de un momento a otro. Ella no estaba acostumbrada a recibir apoyo, mucho menos de alguien tan importante.
Al entrar en la habitación donde descansaba su madre, encontró a Elena sentada en la cama mirando por la ventana. Su expresión era tranquila, pero también cargada de pensamientos. “¿Cómo te sientes?”, preguntó Sofía. Mejor”, respondió Elena llevándose la mano al pecho. La sesión de hoy me dejó un poco cansada, pero puedo respirar más fácil. Sofía se sentó a su lado.
Me alegra oír eso. Elena la miró con una mezcla de cariño y preocupación. “Hija, he estado pensando en todo esto. ¿En lo que está haciendo ese hombre por nosotras? ¿Algo malo?”, preguntó Sofía con cautela. No malo, solo extraño, respondió Elena. ¿Por qué se interesa tanto? Sofía se encogió de hombros. No lo sé, pero lo está haciendo de corazón.
Eso lo puedo sentir. Elena suspiró. Ojalá tengas razón. Pasaron varias horas durante las cuales Sofía estuvo ayudando a organizar la nueva rutina de su madre. El personal de la mansión parecía sorprendido, pero aliviado de ver a Elena ocupando un rol distinto.
Algunos se acercaron con sonrisas, otros con tímidos saludos. Todo indicaba que el ambiente en la mansión comenzaba a cambiar, pero no todos estaban contentos con ello. Ya entrada la tarde, Sofía bajó a la cocina para pedir una bandeja ligera para Elena. Al entrar vio a dos empleados conversando en voz baja. “Dicen que el señor Alcázar quiere reorganizar todo el personal”, comentó uno.
“Y que la señora Villalba está furiosa”, respondió el otro. “¿Te imaginas? Lleva años manejando todo a su manera.” Sofía hizo ruido con intención para no parecer que estaba escuchando algo indebido. Ambos empleados se dieron la vuelta. “Hola, Sofía”, saludó uno de ellos. ¿Necesitas algo? Una bandeja de cena para mi madre”, dijo ella sonriendo. “Claro, la preparo ahora mismo.
” Mientras esperaba, Sofía sintió un escalofrío. Sabía que lo que estaba pasando en la mansión no era poca cosa. Marisa no era alguien que aceptara cambios tan fácilmente. Cuando salió al pasillo con la bandeja, se encontró frente a frente con Marisa. La mujer la miró con frialdad. Parece que te estás acostumbrando demasiado rápido a todo esto, dijo Marisa cruzándose de brazos.
Sofía apretó la mandíbula. Solo estoy haciendo lo que me corresponde, señora Villalba. Ah, sí. Marisa arqueó una ceja. ¿Y desde cuándo es tu responsabilidad meterte en los asuntos del señor Alcázar? Yo no me meto en nada, respondió Sofía. Él pidió mi presencia. Claro”, dijo Marisa con tono venenoso, “porque ahora eres su favorita”. Sofía respiró hondo.
“Señora, yo no busco favoritismos. Lo único que quiero es que mi madre se recupere.” Marisa se acercó un paso invadiendo su espacio. “Pues más te vale no olvidar tu lugar, Sofía. Mi lugar está donde el señor Alcázar me necesite”, respondió Sofía con más firmeza de la que esperaba. Por un instante, el rostro de Marisa se deformó de ira, pero se contuvo.
“Ten cuidado, muchacha”, amenazó en voz baja. Las cosas cambian tan rápido como se rompen. Y se alejó con pasos duros. Sofía se quedó congelada unos segundos, temblando por dentro, pero sin dejar que se notara. Luego subió las escaleras con la bandeja, preocupada, no por ella, sino por lo que Marisa podría hacer en su desesperación.
En otra área de la mansión, Leandro se encontraba revisando documentos de la empresa en su despacho. Aunque intentaba concentrarse, algo le seguía dando vueltas en la cabeza desde la mañana. Recordaba la manera en que Sofía le había ofrecido escuchar si algún día lo necesitaba. Aquella frase había sido simple, pero le había llegado de una manera que no esperaba.
Suspira y cerró la carpeta. ¿Qué me está pasando? Murmuró para sí mismo. Años atrás. Jamás habría permitido que un empleado le llegara tan hondo emocionalmente. Él mantenía barreras. Así había sobrevivido a pérdidas, traiciones y silencios que pocos conocían. Pero Sofía, Sofía tenía esa forma natural de hablar, de mirar, que lo desarmaba sin proponérselo.
Su reflexión se interrumpió cuando Germán, el jefe de seguridad, tocó la puerta. Adelante, dijo Leandro. Germán entró con su seriedad habitual. Señor, necesitamos hablar de algo importante, dijo él. Dime, es sobre la señora Villalba. Leandro enderezó la postura. ¿Qué pasa con ella? Germán se acercó.
Ha estado haciendo llamadas extrañas. No puedo asegurar nada todavía, pero creo que está buscando algo para perjudicar a Sofía. Leandro cerró los puños lentamente. ¿Estás seguro? No al 100%, respondió Germán. Pero tengo suficientes motivos para pensar que podría intentar un movimiento sucio. Leandro respiró hondo.
Vigílala, ordenó él. No quiero que se acerque a Sofía ni a su madre sin que tú lo sepas. Entendido, contestó Germán. Haré un seguimiento discreto. Cuando el jefe de seguridad salió del despacho, Leandro se quedó mirando por la ventana, su expresión endurecida. Si Marisa intenta algo, susurró con voz grave, no tendrá otra oportunidad.
Mientras tanto, Sofía regresó a la habitación de su madre. Elena estaba despierta viendo televisión con volumen bajo. “Te traje la cena”, dijo Sofía con una sonrisa suave. “Gracias, hija”, respondió Elena. “Ven, siéntate un momento conmigo.” Sofía se acomodó en la orilla de la cama.
¿Estás bien?”, preguntó Elena notando la tensión en el rostro de su hija. Sofía dudó, pero finalmente habló. Marisa me enfrentó en el pasillo. “¿Qué te dijo? Lo de siempre. Que recuerde mi lugar, que no me crea más de lo que soy.” Elena la miró con tristeza. Esa mujer está desesperada. Sofía. No le prestes atención. Lo intento, respondió ella, pero tengo un mal presentimiento.
Elena le tomó la mano. No dejes que te asuste. No estás sola. Sofía sonrió, aunque su preocupación no se había ido. Lo sé. Esa noche, cuando Sofía salió de la habitación para ir por una manta adicional, escuchó pasos apresurados en el pasillo. Era Germán. Sofía la llamó. Qué bueno que te encuentro.
Necesito hablar contigo. Ella se acercó enseguida. ¿Pasa algo? No quiero alarmarte, dijo Germán. Pero permanece cerca de tu madre y de las áreas principales. Y si Marisa te dice algo fuera de lugar, me lo dices inmediatamente. Sofía sintió un escalofrío. ¿Qué está pasando? Todavía no lo sé, respondió él. Pero mejor prevenir. Y se fue rápido, dejándola aún más inquieta.
Sofía entonces entendió algo. Marisa estaba perdiendo poder y cuando alguien así se siente acorralado, puede ser peligrosa. Y la noche aún no terminaba. La noche avanzaba con un silencio que se sentía extraño dentro de la mansión. Sofía caminaba por el pasillo con una manta doblada entre los brazos, intentando mantener la calma.
Después de la advertencia de Germán, su intuición le decía que algo estaba por pasar y ese presentimiento le hacía apretar los dientes con fuerza. Al doblar la esquina que llevaba al ala oeste, escuchó una puerta cerrarse con brusquedad. Se detuvo de golpe con el corazón acelerado. Luego vio a Marisa salir de una habitación con una expresión tensa.
¿Se puede saber qué haces tú rondando por aquí?, preguntó Marisa frunciendo el ceño. Solo iba por una manta, respondió Sofía tratando de mantener la voz firme. Marisa la miró de arriba a abajo con desprecio. Debiste quedarte en tu lugar. No deberías estar paseando por las zonas privadas de la mansión. Estoy donde debo, replicó Sofía, cuidando a mi madre. Claro.
Marisa chasqueó la lengua aprovechando cada minuto, ¿no? Como buena oportunista. Sofía respiró hondo. Yo no estoy aprovechando nada. No sé qué cree que gano con esto. Marisa dio un paso hacia ella, acercándose demasiado. Ganas un lugar que no te corresponde, susurró. Pero te juro que no va a durar. En ese instante, la voz de Leandro resonó detrás de ellas.
¿Se puede saber qué está pasando aquí? Marisa se giró alarmada. Leandro estaba al final del pasillo con el rostro serio y los hombros tensos. Sofía sintió alivio inmediato, aunque no lo mostró. “Señor Alcázar”, dijo Marisa tratando de recuperar su postura. Estaba haciendo mi ronda nocturna. Encontré a esta empleada fuera de horario en una zona donde Sofía está exactamente donde le permití estar. Interrumpió Leandro. No mienta.
Marisa se quedó congelada. Yo no miento, respondió ella ofendida. Entonces, explíqueme por qué estaba usted revisando habitaciones que no le corresponden. Preguntó él acercándose. El rostro de Marisa cambió ligeramente. Un rastro de nerviosismo cruzó su mirada. Solo estaba verificando que todo estuviera en orden.
“No tienes por qué revisar habitaciones cerradas”, respondió Leandro. Menos aún sin autorización. Marisa tragó saliva. “Señor, si quiere que me retire por hoy, lo haré.” “Pero no por hoy,”, la interrumpió él. “Quiero que te retires definitivamente.” El silencio cayó como una piedra. Sofía abrió ligeramente los ojos sorprendida. Marisa palideció. “¿Me está despidiendo?”, preguntó ella con incredulidad.
“Sí”, respondió Leandro sin titubear. “Y no por lo que pasó ahora, sino por todo lo que has hecho durante los últimos años. Ya revisé lo suficiente.” Marisa abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Leandro continuó. Has creado un ambiente de miedo, has abusado de tu poder y has maltratado al personal que deberías cuidar.
Eso no encaja con lo que quiero para esta casa ni con lo que soy. Los ojos de Marisa se llenaron de furia. ¿Y vas a reemplazarme por quién? ¿Por ella, preguntó señalando a Sofía con despreci? No, respondió él calmadamente. Por Elena. Marisa pareció atragantarse. La limpiadora a la que tuviste que llevar al médico.
Esa esa misma, dijo él, porque tiene algo que tú no tienes, humanidad. Marisa retrocedió un paso. Señor, por favor, he trabajado aquí por años y por años actuaste como si esta casa fuera tuya, respondió él. Pero no lo es. Y tu tiempo aquí terminó. Marisa vio que no había vuelta atrás. Su orgullo herido se hizo más visible que nunca. “¿Te vas a arrepentir de esto, Leandro?”, dijo ella entre dientes.
“No lo creo”, contestó él. Germán te acompañará a recoger tus cosas y quiero que abandones la propiedad esta misma noche. Justo en ese momento, Germán apareció detrás de Leandro. Estoy listo, señor. Marisa lo miró con odio, pero entendió que no tenía opción. Con dignidad falsa se giró y caminó hacia su oficina acompañada por el jefe de seguridad.
Sus pasos resonaban como golpes secos contra el suelo, llenos de rabia contenida. Cuando se alejaron lo suficiente, Leandro soltó un suspiro y se pasó la mano por el rostro. Lo lamento, Sofía”, dijo. No debió verte en medio de esto. No fue culpa suya, respondió Sofía. Esa mujer llevaba demasiado tiempo abusando de todos. Leandro asintió.
Y yo se lo permití hasta hoy. Ella lo miró con una mezcla de respeto y alivio. “Gracias por defenderme”, dijo Sofía suavemente. Él negó con la cabeza. “No te defendí solo a ti, Sofía. Defendí todo lo que esta casa debería ser y que había dejado de ser por culpa de gente como ella. Sofía sintió un nudo en la garganta.
Era extraño como unas palabras podían hacerla sentir tan vista, tan valorada, tan protegida sin exageración ni segundas intenciones. “Deberías descansar”, añadió él. “Mañana será un día importante para tu madre.” Sofía sonrió apenas. Sí, señor. Buenas noches. Buenas noches, respondió él. Ella volvió a la habitación respirando más tranquila que en días. Encontró a Elena dormida, acomodada entre las mantas, como si por fin hubiera encontrado descanso.
Sofía se acercó y le cubrió los hombros con cuidado. “Todo va a estar bien, mamá”, susurró. se sentó en una silla junto a la cama y por primera vez en mucho tiempo se permitió cerrar los ojos con paz. A la mañana siguiente, Elena despertó con energía renovada. Sofía estaba sentada a su lado acomodando algunos papeles de la clínica. “Buenos días, mamá”, dijo.
“Buenos días”, respondió Elena. “Dormiste un poco”, sonrió Sofía. Elena tomó aire y lo soltó. sin tos sonrió sorprendida. “¿Escuchaste eso?” “Sí”, respondió Sofía emocionada. “Suena, sin dolor. Hubo un silencio lleno de esperanza.” “Hija, creo que por primera vez. De verdad siento que voy a estar bien”, dijo Elena con lágrimas en los ojos. Sofía la abrazó.
Lo estarás, te lo prometo. En ese momento alguien tocó suavemente la puerta. Era Leandro. ¿Puedo pasar? Claro, respondió Sofía. Elena asintió y él se acercó. Quería decirles, comenzó Leandro, que a partir de hoy, Elena, quedarás registrada oficialmente como la supervisora del personal de la mansión.
Tendrás tu oficina, tus horarios y tu autoridad. Y nadie, enfatizó, cuestionará esa autoridad. Elena parpadeó sorprendida. ¿Estás seguro de esto? Muy seguro, respondió él. Y también quiero que sepan algo más. Sofía lo miró con atención. “Quiero que se queden aquí”, dijo él. “No temporalmente, “Quiero que vivan en la mansión. Será su hogar. Tendrán su propio espacio, privacidad y comodidad.
Aquí podrán recuperarse, trabajar y estar juntas sin preocupaciones. Sofía se llevó una mano al pecho sin poder creerlo. Elena se quedó inmóvil asimilando la noticia. “Señor Alcázar”, dijo Elena con voz quebrada. No sé qué decir. No tienen que decir nada, sonrió él suavemente. Solo aceptarlo. Elena miró a su hija.
Sofía le tomó la mano. Por primera vez en décadas no tenían miedo. Por primera vez sentían un futuro real. Lo aceptamos, dijo Sofía con una sonrisa emocionada. Leandro asintió. Bienvenidas a casa. Si te gustó esta historia, no olvides dejar tu me gusta y suscribirte.
Cuéntanos en los comentarios qué momento te emocionó más y califica la historia del cer al 10. Y si quieres cuidar tu salud o descansar mejor, te dejo en la descripción algunos productos que te pueden interesar. Nos vemos en el próximo
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